24 abril 2009

Una mañana cualquiera

Hubo una mañana en que no abrí los ojos. Quiero decir que No quise abrir los ojos. Esa mañana hacía frío y se oía mucho jaleo en la calle. Si yo fuese uno de mis profesores de síntesis poética, supongo que todo lo anterior lo resumiría con qüatro palabras: Algarabía alborotando al alba. Después de quedarme un rato sentado en la cama, descubrí que mis pestañas se podían abrir. Luego me tiré de rodillas al suelo para impresionarte con mi graciosa manera de gatear hasta el baño con la cabeza bien alzada para evitar las comprensibles náuseas. Por esa misma razon, evité responder qüando mientras me alejaba te escuché preguntar «¿estás bien?» con esa forma que tienes de no hablar qüando estás así como mediodormida.

Al poco rato me fui dando cuenta poco a poco de que el fin del mundo ya había pasado. Y de que el incidente del baño tampoco había sido para tanto. Yo sólo iba a escribirte un buenosdías de papel pero antes de llegar siquiera a alcanzar la pluma, escribí toda mi resaca en el suelo de porcelana del baño, y eso que yo domino la técnica de aguantar la náusea, porque odio devolver mis noches de juerga. Odio devolvérselas al suelo cabrón que me atrae y me impide nadar por el aire.

El caso es que tú, enterada de mi intención, resolviste jugártelo todo y le diste la vuelta al reloj que colgaba en la parte central de tu salón, de tu pensamiento, y me plantaste un beso en la boca de esos a los que tú les diste ese nombre tan tuyo que para pronunciarlo no basta con tus labios y utilizas también los míos.

Alguien llamó al timbre justo en el instante en el que tus piernas se enredaban con las mías.

– Por lo visto hay besos que matan, ¿no crees? –me dijiste inocentemente creyendo haber ganado otra batalla.

– Es gracioso que lo digas cubierta de sudor y casi sin respiración –te respondí–. Por no recordarte que te acabas de salvar por la campana.